Por Miguel Jaimes. Todo comenzó bajo el amparo de una joven, aparecida entre décadas que caminaban junto con un galgo reconocido por todos como un cachorro. Pasó sus primeros nueve meses sin ladrar, pero con un hocico risueño. De pronto vio un desafiante, apesadumbrado y veloz ratón, inmediatamente le colocó una extremidad encima y ladró por vez primera para más nunca volver a hacer silencio.
Cuando le preguntaban: ¿dónde está su mamá? volteaba y miraba fijamente a quien desde hace catorce años había asumido la hidalguía de adoptarlo. Era distinguido por su paciencia, esperando a quienes no sabían si él los defendía o ellos le cuidaban, como en efecto se percataron después de casi década y media.
Era fiel y las únicas veces que calmaba sus ladridos era cuando esperaba durante horas, incluso días, oliendo por debajo de la puerta el regreso de sus amados cuidadores. Mientras los minutos alargaban sus esperas no comía ni dormía y cuando por alguna razón un miembro de aquella numerosa familia se molestaba con él, caía enfermo, los dramas eran melancólicos y de ruidosos aullidos.
Prontamente todos corrían en busca de un albéitar quien llegaba velozmente, gritando: “hasta ahora no conozco la tristeza, pues ninguno de mis animalitos se atrevería en mi presencia a dejarse morir”.
Aquellas eran largas y piadosas noches de tratamientos que a simple vista resultaban dolorosos, nauseabundos, horribles, todo se concentraba en agua caliente, grandes jeringas de vidrio hervidas una y otra vez, unidas con polvos amarillentos los cuales daban tos y se dudaba de su color, pero el experto era precavido y se adelantaba a las dudas: “la medicina es dura, secreta y va acompañada de mucha fe, por eso su tono es igual a los pies de Cristo”.
Con su ladrido exigía que durante toda la noche la luz permaneciera encendida y a cada momento su nariz le avisaba que los acompañantes permanecían a su lado. Había que hablarle para que se acostara de nuevo.
Pero una noche sorprendido frente a su eterna Grecia, despertó a la llegada de los bólidos de Las Pléyades y partió con ellos.
Columna La Mucuy
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