Por Miguel Jaimes. Cuando llegaban los días de los funerales mandaban a comprar las Cuentas de pan. Eran unos paquetes con cien unidades de pancitos pálidos como las lágrimas. Eran los días antiguos cuando los hombres cargaban sus escopetas y se iban en la persecución de Rabipelados, conocidos como Faros.
Pasmados animalitos, familiares de roedores veloces capaces de dar gusto a los apetitos trasnochados con la llamada Sopa de velorio. Rico y caliente consomé en el cual cada verduras iría picadita en formas de cuadritos pequeños.
Mientras el finado era preparado en la escogencia de dos mujeres y un hombre que cumplían sus secretos bajo un ritual limpieza, pues debía llegar al cielo bañado y perfumado, uñas limpias y recién cortadas, hasta con un poco de perfumito.
Los viejos finaos se ponían muy duros, entonces en unas grandes ollas mantenían aguas hirvientes con ramas calientes, introducían sus manos y pies para enderezarlos, colocarles medias nuevas con zapatos brillantes, así unir sus dedos entre crucifijos recién comprados para que el difunto llegue con todo nuevo al cielo, pues en los velorios las viejas se reunían y criticaban.
Estos días pasaban cuando manos enviadas invitaban a caminar sobre calzadas donde los terrenales sentían miedos a pesar de andar resguardados. Era increíble llegar a funerales donde el silencio creía haber olvidado los caminos. Cuando se recordaba en medio de las carretas que había que continuar.
La escuela aún no está desierta, ese niño todavía está allí, canta y hace sus tareas retardadas, serán las que ahora haga en alguna parte de un cielo inexplorado. Cuando llegan los hermanos a ser gentiles y todos pueden volver a buscarse. Esos eran los grandes días de un funeral, cuando descubrían recuerdos de aprendices y se va hasta las puertas de los viejos amigos, quienes rondan esperando los toques en los postigos de los velatorios.
Son los tiempos en que los salones se abren a los grandes funerales, cuando se permiten amistades con un pedazo de música, un instante de un reciente turno y un aplauso entre bondadosos recuerdos.
Columna La Mucuy
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