Por Miguel Jaimes. En la única esquina de La Mucuy donde vivió un mulato que anduvo rondando los cincuenta años, contó en una tarde escrupulosa como descubría su edad. Era conocido solo por algunos como Juan Batea, remoquete acuñado desde que supo sus oficios de Padre, quien tras las primeras peroratas de los gallos ingenuos todos se iban levantando para preparar a tiempo las formaletas con las que se podían armar eternas bateas.
Todas aquellas bateas comenzaron a ser encargadas por algunas señoras del pueblo y otras que disimulaban serlo, algunas habitaban en otros sitios cercanos y aquellas que ya no visitaban las riberas de un rio olvidado donde un día distante pudieron lavar sus ropajes bajo afectuosas aguas cristalinas. Eran las corrientes venidas por tiempos cedidos en tierras muy inconformes las cuales descendían desde unas cimas transparentes de algunas montañas asoladas por los pasos antiguos de mortales flechas esperadas.
Su elaboración era eterna y con el pasar de algunos lugares las bateas recordaban formas que estaban destinadas a perecer en un cuarto empolvado. Todo aconteció cuando el agua potable llegó a las casas y todos quisieron tener una de aquellas formaletas diseñadas a su gusto y necesidad. Inmediatamente su soñador entendió su encargo y comenzaron a ser elaboradas con tierra de quebradas movidas y más tarde con la entrada de un cemento sacado de una calera extraña la cual se dejaba ver solo por algunos, así fueron terminados los resistentes modelos.
Una vez santiguada el agüita iniciaban su fabricación. Juan Batea con un canto negrero en los labios que de su taita aprendió, descubría jornadas sabrosas y las bateas quedaban impregnadas de amor, el cual se metería en las fibras de las ropas que en ellas se lavarían, invitando a los amantes a locas pasiones.
Pero pasando muchos años su fabricante murió y dejó a su hijo la labor heredada para realizarla con esmero y dedicación, antes del contrato a cada cliente contaba la historia de su mentor de un artesano más antiguo que su padre, quien llevaba en su sangre el oficio con el que su guía lo crió.
Columna La Mucuy
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