Por: Adelfo Solarte. En la jerga militar hablar de daño colateral es una expresión que, tras su tecnicismo, admite la posibilidad de que objetivos enemigos o amigos (no necesariamente militares) sufran los efectos de un ataque o una acción.
El ejército norteamericano, que por meter sus manos en medio mundo termina enfundando el garrote como un héroe al que nadie llamó, ha sido protagonista reiterativo de “daños colatereles” que suelen ser explicados con la frialdad estadística que distingue a los que empuñan las armas.
Por lo tanto, a mayor dinámica bélica, mayores posibilidades de embarrarla, como gráficamente dicen los jóvenes de hoy. Por ejemplo, Israel efectuó un bombardeo, en 2006, sobre una vivienda en la aldea palestina de Qana. Los que se animaron a atacar – al menos eso fue lo que justificaron - pensaban que el lugar era una base desde donde el grupo Hezbollah lanzaban cohetes hacia territorio israelí. Pero no: en la casa sólo habían mujeres y niños que se refugiaban de los enfrentamientos. La cifra final de muertes: 57 civiles, de los que 37 eran niños inocentes. El informe de los israelíes explicaría que esas muertes había que anotarlas en la sección de “daños colaterales”. Algo así como “no era esa nuestra intención, pero ocurrió”.
Por las evidencias que va dejando la historia y no obstante su enmascaramiento, el daño colateral es un invitado fijo en una guerra o enfrentamiento entre dos bandos. Es decir, pese a su presunto carácter eventual opera como parte de las acciones premeditadas de los que están en pugna.
El concepto de daño colateral se aplica también a campos no necesariamente bélicos. Un amigo que trabajaba en un supermercado me explicó que en los grandes establecimientos existen cómputos en lo referente a pérdidas para toda la mercancía que la gente dañará, romperá e incluso robará en su visita al establecimiento. Algo así como el daño colateral generado por una acción tan doméstica como ir al mercado.
Lo que si demuestran los hechos es que los dos bandos que se confrontan suelen justificar como válidas esas situaciones tangenciales que surgen de los ataques o arremetidas hacia el otro. Es decir, si para Israel el ataque a Qana fue un daño colateral, para Hezbollah que un cohete caiga sobre población hebrea es una situación que se entiende como razonable dentro de su lógica de resistencia.
Hay, pues, una pragmática de la confrontación que no parece dejar lugar ni espacio a los humanos sentimentalismo.
Si situamos lo anterior en el escenario actual de protestas en Venezuela, caeremos en cuenta de que cada bando llega a veces a justificar lo injustificable, siempre en función de los objetivos trazados.
Un ejemplo a la mano: yo vivo en Residencias Cardenal Quintero, uno de los epicentros de las protestas en Mérida. Si bien debo admitir que aquí existen residentes que apoyan las protestas y su estilo confrontativo, también hay un importante grupo de vecinos que rechazan el hecho de que decenas de manifestantes – muchos de ellos ajenos a las residencias - hayan tomado los accesos a nuestra comunidad y se hayan instalado en nuestra garita de vigilancia convirtiendo el lugar en una especie de fortín desde donde repelen la acción de los cuerpos de seguridad.
La presencia de estos manifestantes es violenta en el sentido de que de forma inconsulta han tomado propiedad privada para plantarle cara al gobierno. Sus pertrechos de guerra incluyen desde piedras hasta bombas molotov. Para ellos, nuestra imposibilidad de usar los vehículos, de no poder sacar la basura, de estar a punto de quedarnos sin servicio de gas doméstico, de sufrir los efectos del humo de los cauchos quemados, de pasar noches en zozobra y miedo más otros “detalles” de la confrontación, son aspectos que deben anotarse como daños colaterales: “no era esa nuestra intención, pero ocurrió”.
Y por lo visto, como población civil que rechaza la confrontación violenta (aunque se esté incluso en contra del gobierno), también debemos estar preparados para el daño colateral que las acciones de la Guardia Nacional, la Policía e incluso los grupos armados motorizados paraestatales pueden infringir a nuestra comunidad en su intención de desalojar a los que mantienen la toma: disparos, perdigones, bombas lacrimógenas e incluso destrucción de vehículos, se justifican en nombre de la necesidad de “restablecer el orden”.
El daño colateral no sólo tiene una traducción física: la verdad, la información, las libertades, que son valiosos intangibles de la democracia, sufren en la confrontación. Los golpes vienen de ambos bandos. El gobierno que censura canales en un burdo intento por evitar que se denuncien sus tropelías, hasta ciertos opositores radicales que ruedan fotos de Ucrania jurando que son de Mérida.
Hay una única forma de reducir o gestionar de forma racional el daño colateral, en caso que lo veamos como inevitable: bajar la confrontación y acercar unas sillas a una mesa para que fluya el diálogo entre iguales.
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