Por: Adelfo Solarte. Vivo en una zona muy urbanizada en la que hay más edificios que árboles. Es el Conjunto Residencial Cardenal Quintero, un pequeño espacio donde en once edificios se apiñan más de 400 apartamentos, en cada uno un hogar, en cada hogar una familia. Una familia, debo aclarar, en el sentido amplio: tres estudiantes compartiendo el alquiler, son una familia. La señora que cuida a su madre anciana, es una familia. Incluso es una familia la pareja del mismo sexo que decidió que más allá de los chismes de ascensor era preferible compartir amores de esto
s tiempos.
Claro, hay las familias “típicas” con el papá, la mamá, los hijos, la mascota y las deudas.
Lo que quiero decir es que donde vivo es un sitio común, una comunidad normal en toda ciudad venezolana. Pese a algunos rasgos negativos descritos más arriba, me gusta mi sector, me siento bien con la mayoría de los vecinos y porque, además, aún mi ventana no ha sido tapada por otro edificio, por lo que de vez en cuando puedo mirar la montaña y hacer el ejercicio mental de imitar el vuelo liberador de los pájaros.
Por lo tanto, en mis elucubraciones ciudadanas estimo que lo que pasa en Cardenal Quintero puede ocurrir muy parecido en otros espacios urbanos de Venezuela y ¿por qué no?, de Latinoamérica. Eso para no ir más allá de estas amplias fronteras culturales que representa nuestro continente.
Pero volvamos a Cardenal Quintero. Hace no más de tres años los vecinos de una de las torres decidieron pintar su edificio. La decisión desató, como era de esperarse, opiniones encontradas. Alguien criticó la decisión “unilateral” de esos vecinos por pintar su edificio cuando en reuniones previas, entre todas las juntas de condominio, se había decidido que habían problemas de inversión más urgentes como, por ejemplo, reparar la loza superior del estacionamiento la cual muestra claros signos de deterioro y que incluso pudiera venirse abajo el día menos pensado.
En resumidas cuentas, los vecinos de la torre en cuestión decidieron pintar haciendo una cuantiosa inversión para que el trabajo quedara lo mejor posible. Pintaron su edificio de una bonita combinación de blanco y amarillo.
Sin que nadie lo advirtiera se desató el síndrome del edificio recién pintado. La torre lucía como una flor en medio del pantano. La presión visual que se generó empezó a producir cambios de actitud en vecinos de otras torres.
La torre vecina a la recién pintada, inició sus trabajos de pintura eso sí, con colores propios. Y así la otra torre, y la otra, y la otra.
En cuestión de meses la totalidad de los edificios estaban pintados y aún hoy el efecto trascendió las fronteras del Conjunto Residencial para replicarse en comunidades aledañas.
Lo acontecido aún hoy me parece un interesante comportamiento social en cuya genética pudiera encontrarse la clave de un tipo de participación y acción a partir de nuestras virtudes y nuestros defectos. Pienso que en las iniciativas para pintar los edificios hubo algo de cierta “envidia” y el típico planteamiento de “nosotros no somos menos que nadie” como gráficamente me lo espetó por todo el cañón una vecina para lo cual su edificio no podía verse peor que el de la vecina de la torre 5. Cuestión de una extraña alcurnia, pues.
Es bueno advertir que la inversión para la pintura -necesaria por lo demás- era bastante superior a otras urgencias de nuestra comunidad. Pero una sola pieza produjo un efecto dominó que dejó a un lado lo caro, lo costoso de la inversión y las incomodidades.
¿Cómo participamos?, ¿Qué nos anima a hacerlo?, ¿Cómo lograr la unión de todos por un proyecto?... Me quedan esas preguntas y, les confieso, no sé si las respuestas están en el síndrome del edificio recién pintado.
Visita el Blog de Adelfo Solarte: Mi Ciudad. En Facebook en Adelfo Solarte y síguelos en Twitter en @adelfosb
No hay comentarios.:
Publicar un comentario