Por Miguel Jaimes. Después de días religiosos cuando se alumbraban los santos más de lo normal, todos los abuelos iban a los solares y patios de sus gigantescas casas y recogían la suave tierrita que se desprendía de pisos prolongados de tierras. El polvillo salía después de grandes aguaceros asustadores, espantando a semovientes tranquilos que vivían en paz dentro de las casas de sus dueños.
Aquellas eran tierras inundadas de hojas frescas, todas caían tras fuertes vientos parecidos a furiosos huracanes, arrancando gigantes ramas y haciendo volar espantados trozos de techos amarrados por cueros viejos.
Todo indicaba al parecer que justo cuando pasaban siete días sin llover y eran los tiempos en que estas grandes lluvias llevaban consigo cada día de la semana, aparecía aquella nombrada arenita la cual era colocada en velación por siete noches, justo cuando la luna anunciaba la temporada del cuarto creciente.
Todo indicaba al parecer que justo cuando pasaban siete días sin llover y eran los tiempos en que estas grandes lluvias llevaban consigo cada día de la semana, aparecía aquella nombrada arenita la cual era colocada en velación por siete noches, justo cuando la luna anunciaba la temporada del cuarto creciente.
A partir de allí serian enterrados todos los secretos de las familias. Tomaban las uñas que nacían de los débiles niños, antes que sus madres perdieran las últimas semanas de sus dietas y las mismas junto al ombligo y la placenta debían ser enterradas justo cuando se cumplieran las primeras cien horas de la luna creciente.
Ese era el ritual para que los muchachos de grandes y después de haber partido a estudiar y trabajar, sus amores encontrados los dejaran volver a las casas que un día de mucha lluvia, justo cuando se iniciaban las caniculares y unos animales por testigos los habían escuchado en sus llantos por vez primera.
Las uñas de aquellos inocentes deditos permitirían que los hijos volvieran a las tierras de sus hogares en un cerrar y abrir de ojos, como cuando la vida los lanzó al mundo desesperadamente.
Las uñas de aquellos inocentes deditos permitirían que los hijos volvieran a las tierras de sus hogares en un cerrar y abrir de ojos, como cuando la vida los lanzó al mundo desesperadamente.
Esos mismos viejos recordaban y decían que a todos aquellos a los que se les quiere, siempre se les ve muriendo. Que las vidas entre más alegrías dan, más dolor cobran y que uno vino a cumplir su parte de apoyo en los días tan difíciles por donde se le habían ocurrido transitar a este mundo.
Columna La Mucuy
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