Por: Adelfo Solarte. Guardo la esperanza de que cuando alguien lea este mensaje – esta carta donde hablo de una ciudad que se apareció en nuestras vidas como una estrella fugaz, como un cometa errante – aún quede algo que pueda dar fe de mis afirmaciones… Algún vestigio de lo que pudimos ver, escuchar, tocar…
Ya alguien me había contado de una ciudad que no podía ocultarse por estar ubicada sobre una montaña “Non potest civitas abscondi supra montem posita”. Mérida, la llaman. Una ciudad que invierte la dinámica poética, ya que no obliga a escrutar el mundo de las musas para unir palabras sino, simplemente, se ofrece tal cual es: un cielo azul bruñido, la neblina enredada entre las barbas de palo de centenarios bosques…Una calle húmeda por la que caminan presurosos los alumnos de la universidad. Un libro abierto y alguien sentado frente a éste. El frío imponiendo la dinámica del paisaje. Cuatro ríos empeñados en abrirse paso en una breve meseta.
Cuatro, por cierto, fueron los días en los que esa ciudad volvió a visitarnos.
Antes del jueves la mayoría de las paredes eran pieles desgarradas. Pero desde ese día, si bien no todas, una buena parte estallaba de color, con obras que además de bien hechas, mostraban las razones para sentirse orgulloso de vivir entre estas montañas.
Antes del jueves, por ejemplo, el viaducto del centro, el gran viaducto de la 26, era una grieta oscura. Un agujero negro donde la gente caminaba apresurada y donde la noche no invitaba a quedarse sino a huir. Luego vino la luz y el viaducto y la gente sonrieron.
Antes del jueves la basura era reina de los espacios, plaga apocalíptica, castigo inmerecido para una ciudad buena. Pero la basura desapareció y de ella sólo había asomos de animal herido.
Aún más extraño, los buhoneros se habían ido. Sé que parece un delirio pero eso fue lo que al menos yo vi… Y sin buhoneros, había aceras para caminar, ciudad para ver, bulevares para pasear. Estamos claros: se cuenta y no se cree. Pero hubo más…
Policías en las calles, tránsito regulado y vigilado. Un periódico incluso celebró que no hubo muertos en las calles y que, al menos por esos días, los motorizados no tuvieron bajas en su cotidiana pelea con el asfalto.
Jueves, viernes, sábado y domingo. Mérida volvió. Esa era la ciudad de la que hablaban tanto los escritores, la que pintaban tanto los artistas, la que recreaban los teatreros, la que cantaban los músicos.
Y verla fue quererla tener. ¿Es pedir mucho, digo yo, una ciudad en la que las aceras sean para caminar y no para sobrevivir entre vendedores de ropa interior? ¿Cuándo secuestraron la claridad y nos dejaron a cambio esquinas oscuras?… Como el poeta pido poco… Una ciudad en la que queramos vivir fuera de nuestras casas.
Cuando esto escribo se calla la música y se escuchan los ruidos finales de la fiesta que se recoge en la madrugada. Dicen que el lunes, cuando nos despertemos, Mérida, la que fue, la que vino de vuelta, ya no estará. Que era cosa de cuatro días, como una llamada de un amigo en la distancia. Ojalá quede algo que demuestre que la vi a los ojos y que verla fue quererla tener.
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