Por: Adelfo Solarte. Porque me parece de una importancia capital, muchas veces he escrito sobre lo que yo llamo “el estándar de Mérida” o, más bien, los estándares que históricamente ha manejado la ciudad y sus habitantes en asuntos como la calidad de los servicios, consideraciones que al final se traducen en calidad de vida para todos.
Permítanme una anécdota que puede aclarar mejor este asunto de los estándares que se da una ciudad: cuando llegué a Mérida hace 20 años, uno de los rasgos que como periodista más me llamó la atención fue, precisamente, el de los estándares de Mérida para temas claves en lo urbano, como por ejemplo la seguridad pública, la limpieza y el ornato.
Me explico: cuando a un habitante de Mérida un sector de la ciudad le parecía una “zona roja”, donde la delincuencia campeaba, yo, entonces recién llegado, veía una comunidad más bien tranquila. Me acuerdo que me tocó vivir 2 años en la parte media del sector Los Curos y cuando les mencionaba a algunos amigos merideños sobre el sector donde vivía me decían “licenciado múdese apenas pueda porque eso allí es muy peligroso”. A mí me parecía una broma. En dos años que viví allí no vi ni un atraco en la parada del autobús, algo que, de todas formas, hubiese considerado normal de haber ocurrido. Un amigo de Barquisimeto que me visitó en ese entonces, compartía esa visión: “los merideños ven una zona roja donde yo veo un sector tranquilito”. Claro que existía delincuencia pero la misma estaba a una escala aceptable para la vida en una ciudad, según lo veíamos los que recién llegábamos a este paraíso. Por supuesto que para mis vecinos de Los Curos aquello era un infierno donde “ya no se podía vivir”.
A eso me refiero: había un estándar que determinaba el umbral por el que se medía la calidad de vida, en general.
Lo que a alguien de afuera –es decir, de otras ciudades de Venezuela– le resultaba tolerable y hasta bonito, al exigente merideño le resultaba peligroso, feo, problemático. Y allí estaba lo sorprendente de la gente de esta ciudad, de los merideños y de aquellos que nos hemos convertido en merideños a fuerza de querer a esta urbe, pequeña, encantadora, privilegiada pero sometida a un proceso de degradación que hay que detener.
Era como una firma personal de los merideños: poca tolerancia a la basura, a la degradación ambiental, a la violencia, a la delincuencia. Y, por ende, un grado de exigencia mucho mayor para con las autoridades y los servicios.
Parto del supuesto de que si Mérida retoma esa visión de ciudad exigente (consciente o inconscientemente) dicha postura puede ayudar a recuperar muchas de las glorias urbanas pérdidas, entre éstas la de mostrar una ciudad realmente limpia.
Escribo esta reflexión sobre el estándar de Mérida porque la semana pasada redacté unas líneas bajo el título “En vacaciones Mérida no fue una ciudad limpia” en las que reclamábamos la indolencia, tanto de la alcaldía como del gobierno regional en torno a la limpieza de la ciudad en un momento de máxima presencia de turistas. Según nuestro criterio, la ciudad estaba sucia. Punto.
Otros no lo vieron así y algunos comentarios generados sobre el escrito daban cuenta de que, todo lo contrario, la ciudad estaba bastante limpia. Tal vez si la comparamos con el basurero en el que Mérida estaba convertida hace tres meses resulte que, en verdad, ahora se vea más limpia, pero no podemos utilizar semejante punto de referencia ya que lo que ocurrió con la basura en Mérida semanas atrás excede cualquier escenario racional.
Creo que lo que ocurre es que algunos, ante la incompetencia gubernamental para hacer un trabajo decente de limpieza, barridos de las calles, lavado de las aceras, retiro de escombros, recolección domiciliaria y otros servicios vinculados, tienden a conformarse con que pasen una escoba una vez a la semana.
Mérida nunca ha sido una ciudad conformista con la suciedad y no debe serlo ahora. La Gobernación y la Alcaldía, deben superar las infantiles diatribas que nos afectan y entregar un servicio que no sólo sorprenda a los visitantes por lo impecable de la ciudad sino, y es lo más importante, que nos sorprenda a nosotros mismos. Allí debemos llegar, superando cualquier conformismo.
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